Los límites del amor y la familia: Hachi en Navidad
Queridos amigos,
Cuando comienzo a escribir esto es 2 de enero. En 9 días mi hermano cumple 28 años, y yo sigo siendo la mayor. Ya es 2 de enero, y aunque sé que igual muchos sois de reyes, yo tengo la sensación de que la Navidad ya ha acabado. Deseo que hayáis podido resistir a las tediosas e infernales cenas familiares, donde acabas enfadado o con ansiedad, donde se debate con frases populistas y televisivas sobre nuestras vidas, con una cierta distancia que me repugna. Todavía es 2 de enero, y yo ya estoy cansada de los hombres cishetero, y de la gente que no se comunica y simplemente hace cosas por su propia necesidad, esperando un reconocimiento que nunca llegará. Todavía es 2 de enero y yo ya estoy cansada de la gente que se toma la vida demasiado en serio, como si mis palabras fueran sermones de la biblia que tienen que acatar. Todavía es 2 de enero y yo ya estoy cansada.
Como muchos sabéis estos días he orbitado entre Barcelona y Zaragoza y he pasado los días más señalados con mi familia. Ayer Andrea me contaba de manera cómica que Diana no acababa de comprender mi posición respecto a la familia. Mi posición es una posición política, y mi discurso en contra de la familia tiene que ver con mi incomodidad ante los mandatos familiares. No odio a mi hermano y a mi padre que, por otra parte, tampoco son una familia convencional. Odio cómo la familia ha condicionado las coordenadas desde las que miro, no ser agente total de mi propia mirada. Me da miedo perder el control, y eso, como bien sabéis, es algo inevitable cuando el otro entra en la ecuación. La diferencia, queridos amigos, es que me parece que las relaciones familiares son difíciles de moldear, son duras e inflexibles, sobre todo cuando abarcan personas muy distintas, de generaciones muy distintas, personas que no tienen por qué coincidir en su visión de la familia, del amor y de la amistad. Esto supone convivir con las decisiones que las personas que amas toman. En un extremo, convivir con la presencia de la persona a la que ellos aman y que tú aprendes a querer, casi precisamente como un mandato, un mandato de amor. Quizá por eso, porque las obligaciones nunca han ido demasiado conmigo, mi paciencia se agota con mayor facilidad. Mi padre, mi hermano y yo priorizamos otras cosas. Vivir, supongo, pasear con Gala, escribir esta Newsletter, llamar a mis amigos, jugar juntos al Unravel 2, hablar con Gerard.
Ayer Paco juzgó con su sarcasmo de siempre las arrugas de mi camiseta, y yo pensé en la discusión leve y desenfadada que mi padre y su novia tuvieron por unas arrugas apenas perceptibles. ¿Qué dirán los demás? Esta era la pregunta que atravesaba a mi madrastra. Supongo que Paco es los demás, pero la verdad es que no me importa lo que Paco piense. Entendedme, no me importa lo que él diga sobre mi camiseta, ni sobre mi pelo, ni sobre mi cuerpo, ni sobre mi apariencia... Como mucho apreciaré una conversación, si algún día la tenemos. Esto no es un post de hate a Paco (dios me libre) tan solo es que su comentario evocó en mi todos estos recuerdos.
El caso, queridos amigos, es que a veces se me hace un poco bola convivir con Pilar. No es que no la quiera y aprecie todo el trabajo que hace por esto que llamamos vida familiar, pero creo que a mi familia nos une una misma precariedad emocional que nos hace priorizar otras cosas que no son la limpieza. Queridos, no sé si me reconoceríais demasiado si me vierais con mi familia. Casi siempre tensa, con mi voz grave de que nada me importa, prácticamente impasible, articulando un discurso monolítico sobre las cuestiones emocionales y vitales más evidentes. Algo sarcástica sin que nadie comprenda mi humor. No me gusta desempeñar ese rol, dominar la conversación, que ellos simplemente escuchen y que intenten, como si eso fuera posible, utilizar mi voz para conseguir cuestiones tan sencillas como que alguien tire una almohada desgastada por el paso de los años. Me gusta cuidarlos, invertir dinero en nuevas almohadas, en ropa de cama, en un tendedor, pero no me gusta la exigencia, la necesidad, la obligación. La ternura debería ser una responsabilidad orgánica, no una obligación impuesta. Constantemente me siento en la obligación de poner un muro, una barrera que abarque más limites de los que me gustaría, porque constantemente se sobrepasan, y yo me veo en la obligación de callar, de ser diplomática (esto no se me da demasiado bien), si no quiero entrar en una discusión eterna sobre nimiedades que me aburrirán. Sé que es difícil aceptar un no, pero la negativa no es un sinónimo del odio, sino más bien una señal de que te quiero desde la sinceridad. Es tan solo que, en ese momento, no quiero, no puedo, no lo necesito, lo que necesito es que me quieras sin creer en la familia, sin que me importe lo que los demás piensan sobre mí, que me quieras sin responder a los mandatos familiares, porque solo en ese lugar, más allá de la familia, estoy yo.
Cuando llegué a casa después de pasar unos días fuera, tenía la sensación de que había pasado una eternidad. Andrea me esperaba en el comedor con los pies metidos en un balde de agua caliente porque tenía frío. Había cocinado unos bollitos enormes y yo me comí uno sin importar que aquello no fuera más que una variante de pan de leche que podría haber acompañado con algo más. Me sabían a amor. Después se sentó en mi cama y hablamos hasta tarde, nos abrazamos, y yo sin darme cuenta me encontré acariciándole la espalda, agusto en aquel lugar. Hoy pienso que hubo un momento en nuestra vida en el que nunca la abrazaba, y me siento feliz porque, ahora, esta comodidad es nuestra, esta intimidad es compartida, y yo puedo habitar en la proximidad física que hemos forjado juntas, respetando nuestros límites, preguntando y aceptando que quizá hoy, en este momento, no me apetece abrazarte, pero te quiero, te quiero incluso más.
En fin, como veis, queridos amigos, esta newsletter trata sobre los límites, porque ya sabéis que me cuesta un mundo decir que no (Martí no se lo creerá porque no paro de rechazar las películas que quiere ir a ver, pero a ver, es que... ¡qué miedo!).
A lo largo de mi vida, cuando he tenido que marcar un límite claro, he tenido que elevar la voz, pronunciar las palabras de manera contundente, hacer daño al otro, pero nada de eso ha sido suficiente. Y es que el otro día volvieron las llamadas insistentes de mi madre (me debí olvidar bloquearla en uno de los números), los mensajes chantajistas que reflejaban sin duda que mi valor se puede medir en dinero, al menos para ella. "Una casa no vale una madre", "podemos llegar a un acuerdo". ¿Prostituirme yo? ¿Venderme por 20.000 euros menos? Como se nota que no me conoce. Yo no soy tan rastrera como ella. Yo sé amar o, por lo menos lo intento. Estas cartas son un testimonio. Estas cartas son cartas de amor.
No discurriré mucho más sobre este tema. Cuando llegue el juicio, yo performaré mi papel a la perfección, volveré a ser la Olivia de hace unos años, una niña, una adolescente abandonada y amenazada por su madre. Durante los días que dure el proceso, tendré que volver a ser alguien que he intentado superar, pero que forma parte de mí. Ya lo he asumido. No me importa. Estoy dispuesta a someterme al dolor. Después, podré seguir con mi vida, podré seguir queriéndoos y siendo más feliz.
En fin. Nada de eso tiene realmente importancia. Lo importante es que ayer llegó mi tarjeta gráfica. Andrea se enfrentó al famoso cartero olímpico que tira los paquetes de lencería por las ventanas y los hace aterrizar en la mesa del comedor. Yo me compré unas medias blancas. Hoy he comido curry de Andrea y un flan de huevo. Mañana espero tener tiempo para teñirme y para leer. Dentro de unos días, Martí y yo iremos a ver Queer y The substance, con la esperanza de no encontrarnos a ningún hombre conocido abrazado de una mujer en la entrada del cine. Acabaré esta carta con un tópico a ver si, así, aprendo a habitar más los lugares comunes. Os diré que hoy os quiero más que ayer y menos que mañana, pero, en cualquier caso, lo verdaderamente importante es que os quiero, amigas. No lo olvidéis. <3