Let's talk about the past
Vosotros ya lo sabéis, amigos, porque nos conocemos, y porque hablo constantemente de ello como si me persiguiera, pero, si aceptamos esta división sistemática entre el pasado, el presente y el futuro, yo habito con predilección el momento y, cuando algunas chispas del pasado pretenden manchar el presente, tan solo las ignoro. Y vosotros pensaréis que aquí, en estas cartas, rememoro constantemente algo que ya ha ocurrido, pero es que, quizá, esa sea la única forma del pasado que me convence: la nostalgia.
Hace unas semanas asistí a la presentación informal de tesis de un compañero del doctorado. En la sesión, denominada entre amigos “Pa amb tomàquet” (porque después se come pan con tomate de un catering pijo), y formalmente llamada: “Remember those days…?”, Steen trazó una genealogía de la nostalgia desde que esta era considerada una enfermedad del espíritu hasta la actualidad, cuyas lecturas políticas no distan tanto del concepto original.
Al principio Steen nos preguntó qué entendíamos por nostalgia. Sí. No es una pregunta nada original, pero siempre es útil y, en la mayoría de ocasiones, sea por desánimo o por desconocimiento, dejamos la pregunta sin responder. Muchas de las respuestas de mis compañeros hacían referencia al pasado. La nostalgia es un recuerdo. Yo respondí algo así como que la nostalgia era un estado híbrido de la temporalidad, entre el pasado y el presente. Porque solo se puede sentir nostalgia desde el ahora.
Creo que, si la nostalgia tuviera forma, sería la de un alambre deformado, que estira el recuerdo hasta la exageración subjetiva, lo dobla en miles de giros y lo rompe. La nostalgia rompe el tiempo y escinde un cuerpo cerrado, abriéndolo en canal. Es como si su forma, algo hostil e incolora, perforara el cuerpo y nosotros tan solo pudiéramos lamer con un placer, casi sodomítico y masoquista, los agujeros de la carne. Algo así como si mi cuerpo yaciera atrapado en una escultura de Antoni Tàpies a medio acabar. Como si yo me sentara en esa silla deshecha e imposible gracias a la imaginación de la ausencia. El alambre no es ajeno a mí. Soy yo. Perforada y con agujeros en mi piel, llena de un dolor que me permite moverme.
Pero no he venido a ponerme nostálgica en exceso. O quizá sí. Un día después de aquella presentación, leí un artículo sobre temporalidad queer y un capítulo de Sara Ahmed que hablaba de lo mismo. Después debatí con mi directora mientras hacía fotocopias. Hablamos sobre el potencial revolucionario de lo queer porque, al parecer, a la personas de más de 40 años, ya nada les parece espectacular después de los 80.
Sin duda, nada es masivo si no es comercial. Alguna vez lo he hablado con Gerard. La sensación de que la cultura movilizaba (literalmente movía) masivamente a las personas se ha diluido. Continua existiendo, sí, en fenómenos fan que surgen en las redes sociales y que cristalizan en jóvenes adolescentes tratando mal a las trabajadoras precarizadas, si el día del lanzamiento no ha llegado todavía el disco que tanto deseaban consumir, o si ya se ha agotado el libro en edición especial con cantos tintados que habían encargado por internet.
Después, Gerard, Joana y yo dimos un paseo por el parque y, mientras ella jugaba a mojarse con uno de los chorros de agua que salía de la fuente Sonia, llamada así por el asesinato de la activista trans a manos de unos neonazis, mi amor y yo teorizábamos como siempre, esta vez retomando el debate con mi directora y hablando sobre la violencia y la identidad.
Ahora que me detengo a escribir esto, me pregunto si es eso lo que me hace pensar que sí que existe algo así como una temporalidad queer, que no es otra cosa si no una temporalidad anticapitalista, pero que surge en las coordenadas de extrema violencia en las que nace, crece y se desarrolla un cuerpo trans (en su sentido etimológico de “más allá”).
Tengo la irracional y no corroborada sensación de que una temporalidad queer, aunque solo sea por el mismo concepto “queer”, es una temporalidad afirmativa. Es creadora y creativa, es abierta. Mientras que una temporalidad anticapitalista se conforma en negación a algo, a un todo, es limitada y determinada por la lógica de la excepción. Es un margen. Quizá el error es ese. Pensar que el margen es la salida, cuando a veces es tan solo un punto de partida que uno no decide, o una decisión política que solo te permite sobrevivir.
El arte queer del fracaso (2011), es un libro de Jack Halberstam que sostiene que el fracaso puede ser una forma de resistencia frente a las presiones del éxito capitalista, y pone como ejemplo formas de la cultura popular que evidencian que los personajes raros o inadaptados ofrecen otras formas de vida posible (Nemo, Chicken Run o Bob Esponja). Puede ser que Bob Esponja fuera gay o asexual (todavía hay un debate abierto sobre ello en las redes.) Pero lo importante no es la orientación sexual, sino la inadaptabilidad al propio sistema.
En el fondo, todos somos algo inadaptados, pero yo he decidido serlo abiertamente, no ocultar mi incomodidad, ser vulnerable. No llorar en el baño del trabajo. Incomodar al resto con mis lágrimas. Así conocí a Gerard, abrazándolo en el almacén del trabajo porque un día sentí que me explotaban demasiado, y ahora él me chupa las lágrimas como un perrito hasta saciarse de tristeza cada vez que yo siento que no puedo más.
Podríamos pensar y decir mucho sobre el capitalismo como una esponja que absorbe los discursos identitarios, sobre por qué lo queer es anticapitalista, sobre si estamos o no a favor de un marxismo cultural. Podríamos debatir eternamente sobre ello, o simplemente enfadarnos y romper a llorar porque este mundo es triste, injusto y frustrante, pero eso mejor hagámoslo juntas, en algún espacio, algún día, cuando nos podamos abrazar. Y después creemos. Montemos un corto, hagamos una revista, aprendamos a dibujar.
En realidad, hoy he pensado en esto por una razón mucho más sencilla. He leído un tweet de una chica que hace más de 10 años fue mi amiga. Según ella, mi mejor amiga. Puede ser. Sí. En primaria jugábamos juntas a escribir entrevistas a las Monster High o a dibujar en estilo manga con la DS. Por entonces, y por ahora, no me imagino mayor gesto de amistad. Pero let’s talk about the past, amigos.
A finales de 2023, escribí un tweet diciendo que había visto entrar en la casa de apuestas de mi barrio a aquellos tíos que me habían hecho bullying en mi adolescencia. No me extrañaba. No había demasiado análisis estructural en aquel tweet y obviaremos aquí todos los factores de socialización de mis compañeros, y los riesgos que implica tener una casa de apuestas a apenas unos metros de la escuela.
El caso es que yo soy algo ingenua y, como ya no mantengo relación con ninguna persona de mi adolescencia, me olvido de que esa parte de mi vida ha existido. Al fin y al cabo, si no lo recuerdas, no existe, ¿no? Como ya os he dicho, quizá solo puedo vivir el pasado desde la nostalgia y, durante muchos años, he trabajado para construir aquí algo que no me permita recordar.
El tweet decía lo siguiente:
Y entonces he de reconoceros, amigos, que me ha dolido. Porque puede ser que yo no fuera la amiga que ella necesitaba en ese entonces. Cuando su novio de la pre-adolescencia (tan solo teníamos 12 o 13 años), la dejó, ya ni recuerdo por qué. No recuerdo el motivo real, recuerdo el mismo rencor que ella expresa en este tweet y que ha permanecido intacto con los años. Recuerdo que ella pensó que él me quería a mí. O, al menos, recuerdo que algo así me dijeron. Recuerdo (y no me gusta recordar) que me vino a buscar a la salida del colegio para pegarme, que me persiguió hasta mi casa, y que después aconteció el silencio que se rompió con este tweet.
En realidad, su novio era un amigo, con el que mucho tiempo más tarde sí que me besé. En realidad su exnovio es uno de los únicos amigos de mi adolescencia que he conservado con los años, y fue su amante durante mucho tiempo, después de que aquella pelea sucediera. Puede ser que fuera verdad. Que entonces ya tuviéramos esta sensibilidad que intuía que había algo especial en un beso. Pero, con la distancia de los años, no puedo evitar pensar que entonces solo jugábamos a besar, performábamos lo que veíamos en las telenovelas de nuestros padres a las cuatro de la tarde, porque queríamos ser más, más adultos, más respetados, porque buscábamos algo de seguridad. No sé si ocurrió algo más. Porque yo solo recuerdo intermitentemente alguna conversación y aquel paseo violento hasta mi casa, y después el silencio, y la identidad digital mal construida que prosiguió a su ausencia.
Es curioso cómo una misma piensa que es irrelevante y que no existió, que no fue vinculante para nadie, que pasó sin pena ni gloria por aquel lugar y, de repente, se encuentra con que los resquicios de una cierta identidad mudada (como la piel de una serpiente) perviven en el dolor ajeno. Recordar a veces es doloroso. No sé si mi inconsciente tomó la decisión por mí de no recordar apenas nada de mi vida en Zaragoza. Sigo pensando que no me interesan en absoluto mis recuerdos. Quizá es ese dolor lo único que importa. Porque, al fin y al cabo, no importa quién era yo con 12 años, no importa lo que hice o dejé de hacer, no importa, por supuesto, si mi identidad para ella es la de una radfem que la abandonó y que merecía sufrir. Importa el dolor que la ha acompañado, y que yo hago mío, y que enterré, porque pensé que aquel dolor no era compartido.
Así que vuelvo al principio de esta reflexión. Vuelvo al mostrarse vulnerable. Vuelvo a la temporalidad alternativa. No importa el pasado, el presente o el futuro. No importa el nombre. Lo que importa son los otros. Es ese espacio común que se genera en la escucha. Es ese lugar externo, entre dos cuerpos, donde, de pronto, se deposita nuestra fragilidad. No creo que ella y yo hubiéramos seguido siendo amigas de todos modos, pero, quizá, si hubiéramos sido sinceras, si hubiéramos conversado, hubiéramos conseguido aligerar el peso de nuestra infancia. No sé si es tarde. Pero ahora, que esta carta llega a su fin y vuelve a existir solo el presente, solo me queda pedir que hablemos, hablemos, hablemos… que nunca paremos de hablar. Hablemos en sueños, despiertos y medio inconscientes, borrachos, tristes, o exhaustos de felicidad, pero hablemos, queridos, nunca dejemos de hablar.